Nuestra Señora de La Soledad

No podría entenderse la visión simbólica y la puesta en escena de la Semana Santa, sin tener en cuenta el protagonismo compartido que la figura de María detenta en la secuenciación dramática del cielo de la Pasión. Desde los mismos orígenes de la celebración, la presencia iconográfica de la Virgen sería una constante en la evolución de la escultura procesional, hasta hacerse imprescindible con el devenir del tiempo. Su integración en el discurso narrativo de los pasos de misterio la convierte en complemento del motivo cristológico principal. Como figuración autónoma, la Virgo Dolorosa introduce una singular acepción interpretativa que, a través de la absoluta compenetración anímica de María con su Hijo, traduce en clave mística y alegórica el sufrimiento físico del propio Cristo, que Ella misma secunda y experimenta en espíritu, con todas sus trágicas y heroicas consecuencias. A este esquema se une un amplio repertorio de elementos iconográficos. La media luna, la ráfaga de doce estrellas, con origen en el Apocalipsis de San Juan cuando se describe a “una mujer revestida de sol, con una luna bajo sus pies”, o elementos de la pasión, (los clavos y la corona de espinas), elevándose hasta la cara interior del techo de palio, en el que aparece un medallón central con el anagrama de María.

Nuestra Señora de la Soledad es una imagen de candelero o de vestir, tallada en madera y policromada que responde al modelo iconográfico de dolorosa antequerana, rostro erguido, con cierto hieratismo y manos entrelazadas, aunque en el rostro presenta características propias (policromía renovada en el siglo XIX). De autor desconocido parece que pueda datarse de la primera mitad del S. XVII. Su gran sobriedad no impide que se nos muestre un bello rostro de dolor, de llanto contenido y una mirada suplicante. Su forma de vestir sigue los modelos más primitivos: saya blanca y manto negro, pero de enorme riqueza. En este caso, la saya blanca que viste cada Semana Santa, sigue los modelos del último Renacimiento, como podemos comprobar en el retrato de Doña Leonor de Toledo, fechado en la década de 1570, obra pintada por Bronzino, donde Leonor viste una saya parecida a la de Nuestra Madre, de tisú de plata con aplicaciones en negro y bordada en oro.

Procesiona en una magnífica peana piramidal de estilo rococó realizada en 1787 por el escultor Miguel de Carvajal Talavera (hijo de Andrés de Carvajal). El Bordado sobre terciopelo negro se debe a la mano de Josefa Medina año 1842, costando la suma de 14503 reales de bellón y 7 maravedíes. De este siglo data también su corona y su ráfaga las cuales son alternadas en sus salidas procesionales y ambas realizadas en plata sobredorada por el platero Joaquín de Lara.

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